Es un miércoles plomizo. La madrugada está desconsolada, llena de
un aire flemático. El portón de la
cárcel de Dunaria está atestado de mujeres. Las primeras indudablemente son las amantes de los mafiosos o de los delincuentes de cuello blanco que se encuentran
en el pabellón de alta seguridad. Señoras perfumadas, bien vestidas,
maquilladas, de seguro, todas han comprado esos cupos. La guardia como nunca está furiosa. Gritan
obscenidades por todos lados.
El penal se agranda en cada paso
que doy en la fila. “Aquí entra el
hombre y no el delito”, leo las letras
torpes en un mural atestado de otras máximas.
Han pasado dos horas. Ya son las cinco de la mañana. El frío metálico es
penetrante, cala en los huesos como un
puñal de exterminio. En una cantina aledaña se escuchan gritos. Tal vez
es una refriega de borrachos. Todas temblamos como una masa de gelatina enorme. Todavía faltan dos
horas para la entrada a las visitas conyugales.
Los reos no me dan miedo – me digo una y otra vez como exorcizando mi
consternación. "No debió matarlos a todos – me dije a mi misma – Bueno, salvo al que se la
debía".
De la cantina salen dos borrachos refunfuñando. Uno de ellos viene con
la cabeza rota, la camisa ensangrentada. Lleva un pico de botella en la
mano. “Le dimos duro”, afirmó el
otro y se escabulleron al doblar la acera. El doctor Bilbao es muy bueno. Logré
llamarlo, le dije que los tiquetes había
que irlos a buscar a la agencia de viajes. Le aviso que estoy bien.
Que mi tía se está reponiendo. (Muchas
veces hay que mentir). Le mandé un beso
por el teléfono móvil. Siento que va a
llover, el cielo está plomizo y acongojado.
El doctor Bilbao es muy bueno - me
digo nuevamente
Hoy le compré dos bonos de comida: tamales y ensalada de frutas. Ojalá
le apetezca. La semana pasada rechazó la carne asada que le compré porque,
según él, hedía como sus víctimas. Desde
mi puesto miro las garitas. Alcanzo a dimensionar su altura. En cada una
observo a un guardián y su fusil apuntándonos siempre. Adentro, en una celda semi oscura, estará
Rodrigo. Cayó hace siete meses… El mismo
tiempo que llevo acompañándolo, sometiéndome a este oprobio. Todos los miércoles sin perder uno. Fue condenado a cuarenta
años. Tan sólo cuarenta años. Llamo al
de las aromáticas y le pido una canela. Su olor me sube a la cabeza. –Esto me
dará coraje y arrojo – me digo.
El pánico amanece con nosotras. Ya van a ser las siete y comienza la
empujadera. Estoy en el puesto cuarenta y siete. Las veinte primeras se bravean
el puesto y hacen respetar su turno. Ya también amenazo y hago respetar el
mío. Comenzamos a ingresar. Se inicia la
requisa de rigor. Firme aquí. Coloque el índice derecho acá. Desnúdese. Ponga el brazo para el sello. Una carrera de sellos me deja el brazo
izquierdo ennegrecido: un sapo, una
espada, una sandía se imprimen en mi
piel. Desnúdese. Agáchese. Déjeme ver con este espéculo.
“virgencita… dame paciencia”, me dije a
mi misma.
La sirena de una radio patrulla notifica la llegada de un nuevo reo. La
bulla doliente de la sirena estremece los vidrios de los ventanales. Pero no,
me corrigió una visitante, según ella la policía llegó a hacer un levantamiento de cadáver en la
cantina donde se formó la riña hace un
rato. Después de pasar por tres requisas me debo someter a la mirada lasciva de
los reclusos y sus piropos estropeados: … estas buena para chuparte…uy… quién
pidió pollo….
El piso de concreto, está lleno de escupitajos y mugre. Una ráfaga de
aire me acorrala, se enrarece y me enrarece, se pone cruel y nauseabundo. El
abrir y cerrar de rejas me rechina en los oídos hasta el infinito. Varias
cuerdas atraviesan las celdas. Casi del lado a lado las ropas de los reclusos
atesoran vida con el viento que las hace libres un instante. Tengo suerte de
haber entrado temprano. Las que compraron la entrada en esta semana fueron
pocas. Paso a un lado de los talleres de ebanistería,
metalmecánica y por la panadería. Huele
a pan, pero aquí no hay cielo. La placa de concreto está pintada de azul y hay
estrellas de papel brillante. Ese olor a pan se confunde con la pestilencia
de los reclusos.
La celda donde está Rodrigo queda al fondo, aquí no hay día, está
húmeda como siempre, una pequeña planta persiste en trepar el muro. Tiene una
cama de concreto, un orinal y las
paredes están repletas de mujeres desnudas y en todas las poses. Su compañero
de celda es un
escritor. Asesinó a unos indefensos mendigos. Eso fue noticia. Pero en
este país todo se olvida.
“Hacía limpieza social”, me dijo una vez Rodrigo, como tratando de
comprenderla.
Ingreso sin anunciarme y allí estaba él con una falsa sonrisa y el pantalón desabrochado. Verlo me deprime.
El escritor se escabulle entre las
sombras del centro penitenciario.
– ¿Por qué te demoraste tanto?
¿Ah, ya tú no quieres venir a verme
o qué? – me dice con voz vaga.
No le contesto nada. Mi silencio rubrica mis presagios. Me siento en la cama. Le entrego los
tamales, la ensalada de frutas, cigarrillos e implementos de aseo. Él
corre las cortinas. Una brisa helada envuelve los rincones de la celda
y hasta mi propio cuerpo. Me desnuda. La
lujuria se apodera de él. Me embelesa en
la penumbra. Me hace el amor de una forma desaforada. Sin preguntarme cómo me
fue en el trayecto. Tampoco pregunta por mi madre. Creo que un guardia se
acerca sigilosamente. Dicen que en el penitenciario que graban
los gemidos de las visitas conyugales,
y lo venden a los fetichistas de
las clases pudientes. Sus
músculos de bestia se mueven rítmicamente. Yo muerdo mi desazón. Tengo tan sólo
veintitrés años. Huelo a él. Rodrigo termina enseguida. Se repone a mi
lado. Se relaja.
– ¡Quihubo, me averiguó la vaina esa, lo de la señora! –
alcanza a decirme con una voz entrecortada. Luego prende un cigarrillo,
llena de humo el resto de sombras que nos queda. Yo empiezo a toser pensando en
el viaje.
Estos son los nombres y celulares –
le pasé un papelito. –Es viuda, vive con un hermano solterón. El hijo
menor hace grado once en el colegio Colombo - Irlandés y el mayor estudia para ser abogado. También
están allí las placas de los carros. La
dirección y los teléfonos de los amigos y familiares más cercanos. A la señora
se le puede pedir setecientos de los grandes.
Me miró con unos ojos
desconsolados. Tenía dos días sin dormir. Su rostro estaba demacrado. Según él,
pertenecemos a una banda de sicarios y extorsionistas. Yo le sigo la corriente para que no entre en
cólera, pero le echo la culpa al
supervisor por lo que estamos pasando.
Siempre irritado contra mi pobre Rodrigo. Siempre buscándole caídas.
Siempre amenazándolo con lo del trabajo.
Lo miró nuevamente parece un niño colosal, se veía desamparado. Sus
ojos se extienden sin límites. Entre silencio un grillo afina su canto desde
alguna guarida.
– No vayas a abandonar el tratamiento psiquiátrico para la depresión –
sentencié.
– ¡Bien, bien! Esta es la mujer que me gusta a mí. Otro polvito, y
desde ya me pongo a llamar a esa gente.
Maquinando compruebo, por enésima vez, que sólo soy un objeto más de
él. Quedé aturdida. Por mi pensamiento desfilan las semanas que he gastado
haciendo cola en la embajada de España hasta obtener mi visa. Desde está celda
evoco al doctor Bilbao siempre tan
cariñoso, no me ha hecho el amor…y es que a los sesenta años con qué ganas. De
seguro nos casaremos por la Iglesia
Católica en Madrid, según sus aseveraciones.
Rodrigo cumplió treinta y cinco años de edad, era un excelente trabajador en la fábrica de
chocolate. La presión laborar del
supervisor lo llevó a cometer esa locura.
Eso fue noticia. La masacre de
Barlovento. Creo que todos lo han olvidado. Yo un poco, ya no recuerdo muy bien porque se ensañó contra toda la directiva. Si sólo era uno al que debía
cobrársela.
Me levanto, le arreglo la cama. El timbre anuncia el final de la visita.
Me queda mirando con unos ojos de huérfano. La el escritor regresa a su aposento, no logro ver su rostro. Durante todos estos meses ha sido hostil y antipático.
“Ese debe ser su carácter”, reflexioné.
–Te espero el Miércoles – Me
dice con una voz como de hijo.
–Sí, te traeré chocolates, sábanas y fundas nuevas.
Salgo con un dolor en el pecho. Sé que no puede detenerme. Parece que
hoy va a llover, un sereno inerme sale a mi encuentro.
No quiero mirar hacia atrás. No
puedo. Aunque me pesa en la espalda los
ojos de Rodrigo, pienso, mientras mi
rostro va adquiriendo un brillo
peculiar: “Madrid me espera”.
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