jueves, 29 de agosto de 2013

ARIANNA Y EL FUEGO ( Cuento)


El objeto precioso que acababa  de hallar   era extraño.  Una valija bien conservada contenía un libro antiguo. Estaba encuadernado en piel de carnero. Sin duda era un patrimonio personal.  Examiné algunas páginas al azar que me asombraban crecientemente, las letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados  me sorprendieron. En el lomo estaba inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”.  Ahora me sorprende más haberlo encontrado, ahora que al viajar, descubro la eterna llama de mi ciudad y me parece estársela mostrando a alguien que soy yo mismo:
Desde el avión observarás a  Arianna. La ciudad estará incrustada en el Caribe y abarrotada de cocoteros. Prestarás atención a la romería de calles que van a dar al litoral.  Luego desviarás los sentidos hacia aquel fuego azul, a la izquierda. Yo  aún no logro olvidar esa llama inextinguible. Estoy convencido, sin embargo, de que nunca se apagará. Pero casi atino a  pensar que allí eché para siempre mi propio destino.
Ahora que soy  asistente bibliotecario comprendo más que nunca  lo que he vivido.  Cuando niño, después de la muerte de mamá, fuimos a dar al orfelinato de las hermanas franciscanas. Allí me educaron. Mis hermanos fueron adoptados por extranjeros. Las  Franciscanas  me consiguieron este trabajo en la biblioteca pública; así es como  recuerdo este misterioso libro de cuentos que me arroja a mi remota infancia.

Desde niño sé qué es el filo del  hambre. Vivíamos en una invasión aledaña al aeropuerto. Recuerdo las jornadas, agachados, buscando material reciclable. Todos los días, cubierto de polvo y mugre, entre  latas, comida en descomposición y gallinazos. Buscaba aluminio o cobre: metales bien pagados. Recogía cartón. Separaba plástico y vidrio y empaques útiles todavía. No sé por qué los compañeros del basurero me tildaban de loco. Yo   inventaba ficciones para atenuar  nuestra pobreza; quizás sería por eso.   Pero sólo yo sé la tribulación y la amargura  que vivíamos entonces.  Los días eran  iguales. Después de ayudar a mamá, volvía a casa, con hambre de perro, comíamos  y nos  metíamos  en la cama.  Al  quinto de primaria pude llegar a pesar de todo.
La hoguera del basurero siempre había sido el lugar privilegiado para nuestros anhelos y ansias de salir de la indigencia. Allí solíamos  pasar ratos lanzándole toda suerte de objetos con la sola intención de avivar la llama que, por suerte, no nos tocaba encender a nosotros, ni supimos nunca quién lo hacía. El humo era bueno, espantaba las moscas y de paso turbaba a los gallinazos.  

Hombres, mujeres y niños nos  precipitábamos en busca de los mejores desperdicios cuando llegaba  el camión del aseo municipal. Ese era nuestro sustento. Tratábamos de treparnos a los camiones. Alguno que otro caía o era atropellado por la multitud. Pero a pesar de los peligros,  apenas sí se conseguía para la supervivencia diaria. El vidrio, el cartón o el plástico,  juntados durante el día, se vendían casi al entrar la noche.  Me sentía orgulloso de ayudar a mamá, pero me  moría de ganas de tener en mis manos un cuaderno y un lápiz: ir a la secundaria era un anhelo sembrado por la envidia que me provocaban los niños acomodados, que por entonces asistían al Colegio Nicolás de Federmann  de la nostálgica  ciudad de Arianna.
Mamá  había trabajado siempre en el basurero.  Allí conoció a mi padre,  un comprador casual de materiales reciclables. Al darse cuenta del embarazo de mamá, nunca más volvió. Eso me contó ella.  No lo conozco.  Tampoco conozco los padres de mis hermanos. Los rostros y el color de piel de cada uno de nosotros son diferentes.  Nunca le   pregunté. Trato de no recordarlo.

Afirmar que es cierto  todo lo que me pasó, es aseverar que es creíble, sin embargo, la veracidad de esto no la  pondré a consideración de nadie. Hace unos años, cayendo la tarde, descubrí algo sorprendente. El objeto precioso que descubrí entonces, repito, no  era un juguete.  No era un metal mi hallazgo.  Una valija bien conservada contenía el libro de mi deslumbramiento. No imaginaba quién pudiera ser el dueño. Estaba encuadernado en piel de carnero. Sin duda era un patrimonio personal.  Examiné algunas páginas al azar.  

Las letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados  me sorprendieron. En el lomo estaba inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”.  Lo abrí lentamente  y una especie de sistema de garabatos y cifras insondables circulaba, una especie de espíritus habiendo sus fauces veía entre las páginas enmohecidas.  Cerré la obra, saturado de un pánico fanático. Cada línea  me parecía repleta de tangibles misterios. Tenía pequeñas ilustraciones que hablaban una lengua  extraviada y más aún su escritura exacerbaba  mis miedos.
Devolví el tratado a  la valija y me predispuse  a seguir recolectando trozos de cartón, pedazos de hierro y caucho; no podía distraerme.  Además, en el basurero  no había tiempo para los libros.

Presumo que nadie me  juzgará como una persona desequilibrada, pero si alguien hubiera estado conmigo, yo  no le parecería un insensato. Mucho menos lo que voy a aseverar.  Un hombre agudo (y ahora estoy convencido de sus rasgos de europeo), a pocos  días llegó al basurero... Acaso mi emoción lo hacía ver más colosal de lo que era en verdad. Todo su aspecto era de un ser consagrado. 
Tenía manos como  de bibliotecario. Un vestido de paño inglés lo obligaba a detestar el calor de Arianna. Ahora presumo que era argentino, a juzgar por el acento y la  manera de hacerse sentir como centro del universo.  Llevaba un lacayo acompañándolo.  Al principio creí que  era un señor adinerado, luego advertí que era un burócrata, más bien   funcionario público.
A lo mejor me había engañado a mí mismo. Se me acercó. Le ofrecí los restos de una silla de madera, como buen anfitrión. A pesar de todo se sentó como en un trono pontifical. Duró un rato interminable hurgando con los sentidos. Tardó bastante en hablar, cuando lo hizo, recuerdo muy bien  que emanaba sabiduría en cada palabra expresada.

La buena suerte te  sonríe, Gregorio me dije a mí mismo. Pero no… El visitante pidió que  me le acercara. Así lo hice.

Pibe,  ando buscando  una valija que contiene un libro me dijo con voz de ángel caído casi dentro del oído.

Quedé en  silencio. Tan sólo observaba sus ojos blanqueados  perdidos en aquel muladar. Descubrí que era ciego y me entristeció súbitamente. Casi a la altura de sus cejas tenía unas ojeras insondables como las de un oso  de circo.
Es algo muy personal  me increpó nuevamente.  Al cabo de un instante le mostré hacia la  hoguera.

Allá lo lancé, le dije con mi voz de adolescente.

El criado le insinuó algo al oído. Él murmuró otro tanto ininteligible. Abandonó la vieja silla  y al instante comenzó a gritar en idiomas desconocidos para mí.  Ante mi presencia daba alaridos, se deshacía en maldiciones y trataba de alejarse a toda prisa, dando pasos torpes y tropezando con todo.
Ignorante, ignorante  –Fue lo último que le oí decir  en un castellano admirable, mientras la tarde lo llevaba por trochas infinitas. Esto aconteció hace tantos años y aún no se disipan los pasos en mi memoria. Les aseguro  que no sé  qué contenía  aquel sagrado libro,  sólo sé que era tan importante para la vida de ese anciano invidente  y delicado. Ahora estoy   convencido  que  en el basurero de mi ciudad Arianna, desde que arrojé aquel libro, la hoguera en la que, indistintamente, lanzábamos cosas, adquirió  una llama fantástica, azul,  inextinguible que tarde o temprano sofocará el mundo.


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