El objeto precioso que acababa de hallar
era extraño. Una valija bien
conservada contenía un libro antiguo. Estaba encuadernado en piel de carnero.
Sin duda era un patrimonio personal.
Examiné algunas páginas al azar que me asombraban crecientemente, las
letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados me sorprendieron. En el lomo estaba
inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”. Ahora me sorprende más haberlo encontrado,
ahora que al viajar, descubro la eterna llama de mi ciudad y me parece
estársela mostrando a alguien que soy yo mismo:
Desde el avión observarás a Arianna. La ciudad estará incrustada en el
Caribe y abarrotada de cocoteros. Prestarás atención a la romería de calles que
van a dar al litoral. Luego desviarás
los sentidos hacia aquel fuego azul, a la izquierda. Yo aún no logro olvidar esa llama inextinguible.
Estoy convencido, sin embargo, de que nunca se apagará. Pero casi atino a pensar que allí eché para siempre mi propio
destino.
Ahora que soy
asistente bibliotecario comprendo más que nunca lo que he vivido. Cuando niño, después de la muerte de mamá,
fuimos a dar al orfelinato de las hermanas franciscanas. Allí me educaron. Mis
hermanos fueron adoptados por extranjeros. Las
Franciscanas me consiguieron este
trabajo en la biblioteca pública; así es como
recuerdo este misterioso libro de cuentos que me arroja a mi remota
infancia.
Desde niño sé qué es el filo del hambre. Vivíamos en una invasión aledaña al
aeropuerto. Recuerdo las jornadas, agachados, buscando material reciclable.
Todos los días, cubierto de polvo y mugre, entre latas, comida en descomposición y gallinazos.
Buscaba aluminio o cobre: metales bien pagados. Recogía cartón. Separaba
plástico y vidrio y empaques útiles todavía. No sé por qué los compañeros del
basurero me tildaban de loco. Yo
inventaba ficciones para atenuar
nuestra pobreza; quizás sería por eso.
Pero sólo yo sé la tribulación y la amargura que vivíamos entonces. Los días eran
iguales. Después de ayudar a mamá, volvía a casa, con hambre de perro,
comíamos y nos metíamos
en la cama. Al quinto de primaria pude llegar a pesar de
todo.
La hoguera del basurero siempre había sido el lugar
privilegiado para nuestros anhelos y ansias de salir de la indigencia. Allí
solíamos pasar ratos lanzándole toda
suerte de objetos con la sola intención de avivar la llama que, por suerte, no
nos tocaba encender a nosotros, ni supimos nunca quién lo hacía. El humo era bueno,
espantaba las moscas y de paso turbaba a los gallinazos.
Hombres, mujeres y niños nos precipitábamos en busca de los mejores
desperdicios cuando llegaba el camión
del aseo municipal. Ese era nuestro sustento. Tratábamos de treparnos a los
camiones. Alguno que otro caía o era atropellado por la multitud. Pero a pesar
de los peligros, apenas sí se conseguía
para la supervivencia diaria. El vidrio, el cartón o el plástico, juntados durante el día, se vendían casi al
entrar la noche. Me sentía orgulloso de
ayudar a mamá, pero me moría de ganas de
tener en mis manos un cuaderno y un lápiz: ir a la secundaria era un anhelo
sembrado por la envidia que me provocaban los niños acomodados, que por
entonces asistían al Colegio Nicolás de Federmann de la nostálgica ciudad de Arianna.
Mamá había trabajado siempre en
el basurero. Allí conoció a mi
padre, un comprador casual de materiales
reciclables. Al darse cuenta del embarazo de mamá, nunca más volvió. Eso me contó
ella. No lo conozco. Tampoco conozco los padres de mis hermanos.
Los rostros y el color de piel de cada uno de nosotros son diferentes. Nunca le
pregunté. Trato de no recordarlo.
Afirmar que es cierto todo lo
que me pasó, es aseverar que es creíble, sin embargo, la veracidad de esto no
la pondré a consideración de nadie. Hace
unos años, cayendo la tarde, descubrí algo sorprendente. El objeto precioso que
descubrí entonces, repito, no era un
juguete. No era un metal mi
hallazgo. Una valija bien conservada
contenía el libro de mi deslumbramiento. No imaginaba quién pudiera ser el
dueño. Estaba encuadernado en piel de carnero. Sin duda era un patrimonio
personal. Examiné algunas páginas al
azar.
Las letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados me sorprendieron. En el lomo estaba
inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”. Lo abrí lentamente y una especie de sistema de garabatos y
cifras insondables circulaba, una especie de espíritus habiendo sus fauces veía
entre las páginas enmohecidas. Cerré la
obra, saturado de un pánico fanático. Cada línea me parecía repleta de tangibles misterios.
Tenía pequeñas ilustraciones que hablaban una lengua extraviada y más aún su escritura
exacerbaba mis miedos.
Devolví el tratado a
la valija y me predispuse a
seguir recolectando trozos de cartón, pedazos de hierro y caucho; no podía
distraerme. Además, en el basurero no había tiempo para los libros.
Presumo que nadie me
juzgará como una persona desequilibrada, pero si alguien hubiera estado
conmigo, yo no le parecería un
insensato. Mucho menos lo que voy a aseverar.
Un hombre agudo (y ahora estoy convencido de sus rasgos de europeo), a
pocos días llegó al basurero... Acaso mi
emoción lo hacía ver más colosal de lo que era en verdad. Todo su aspecto era
de un ser consagrado.
Tenía manos como
de bibliotecario. Un vestido de paño inglés lo obligaba a detestar el
calor de Arianna. Ahora presumo que era argentino, a juzgar por el acento y
la manera de hacerse sentir como centro
del universo. Llevaba un lacayo
acompañándolo. Al principio creí
que era un señor adinerado, luego
advertí que era un burócrata, más bien
funcionario público.
A lo mejor me había
engañado a mí mismo. Se me acercó. Le ofrecí los restos de una silla de madera,
como buen anfitrión. A pesar de todo se sentó como en un trono pontifical. Duró
un rato interminable hurgando con los sentidos. Tardó bastante en hablar,
cuando lo hizo, recuerdo muy bien que
emanaba sabiduría en cada palabra expresada.
La buena suerte
te sonríe, Gregorio –me dije a mí mismo. Pero no… El
visitante pidió que me le acercara. Así
lo hice.
Pibe, ando buscando
una valija que contiene un libro –me
dijo con voz de ángel caído casi dentro del oído.
Quedé en
silencio. Tan sólo observaba sus ojos blanqueados perdidos en aquel muladar. Descubrí que era
ciego y me entristeció súbitamente. Casi a la altura de sus cejas tenía unas
ojeras insondables como las de un oso de
circo.
Es algo muy
personal –me increpó nuevamente.
Al cabo de un instante le mostré hacia la hoguera.
Allá lo lancé, –le dije con mi voz de adolescente.
El criado le insinuó algo al oído. Él murmuró otro
tanto ininteligible. Abandonó la vieja silla
y al instante comenzó a gritar en idiomas desconocidos para mí. Ante mi presencia daba alaridos, se deshacía
en maldiciones y trataba de alejarse a toda prisa, dando pasos torpes y
tropezando con todo.
–Ignorante,
ignorante –Fue lo último que le oí decir en un castellano admirable, mientras la tarde
lo llevaba por trochas infinitas. Esto aconteció hace tantos años y aún no se
disipan los pasos en mi memoria. Les aseguro
que no sé qué contenía aquel sagrado libro, sólo sé que era tan importante para la vida
de ese anciano invidente y delicado.
Ahora estoy convencido que en
el basurero de mi ciudad Arianna, desde que arrojé aquel libro, la hoguera en
la que, indistintamente, lanzábamos cosas, adquirió una llama fantástica, azul, inextinguible que tarde o temprano sofocará
el mundo.
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