viernes, 30 de agosto de 2013

UN BLOG QUE PRETENDE FORMAR LECTORES

notiatrapasuenos.blogspot.com

Diseña el cambio en la lectura y la escritura





CHOCO BUSCA UNA MAMÁ


https://www.youtube.com/watch?v=iUUxhfkgoVs

MADRID ME ESPERA



Es un miércoles plomizo. La madrugada está desconsolada, llena de un  aire flemático. El portón de la cárcel de Dunaria está atestado de mujeres. Las primeras indudablemente  son las amantes de los mafiosos o de los  delincuentes de cuello blanco que se encuentran en el pabellón de alta seguridad. Señoras perfumadas, bien vestidas, maquilladas, de seguro, todas  han  comprado esos cupos.  La guardia como nunca está furiosa. Gritan obscenidades por todos lados.

El  penal se agranda en cada paso que doy en la fila.  “Aquí entra el hombre y no el delito”,  leo las letras torpes en un mural atestado de otras máximas.  Han pasado dos horas. Ya son las cinco de la mañana. El frío metálico es penetrante, cala en los huesos como un  puñal de exterminio. En una cantina aledaña se escuchan gritos. Tal vez es una refriega de borrachos. Todas temblamos como una  masa de gelatina enorme. Todavía faltan dos horas para la entrada a las visitas conyugales.

Los reos no me dan miedo – me digo una y otra vez como exorcizando mi consternación. "No debió matarlos a todos – me dije a mi  misma – Bueno, salvo al que se la debía".

De la cantina salen dos borrachos refunfuñando. Uno de ellos viene con la cabeza rota, la camisa ensangrentada. Lleva un pico de botella en la mano.  “Le dimos duro”, afirmó el otro  y se escabulleron al doblar  la acera. El doctor Bilbao es muy bueno.  Logré  llamarlo, le dije que los tiquetes había  que irlos a buscar a la agencia de viajes. Le aviso que estoy bien. Que  mi tía se está reponiendo. (Muchas veces hay que mentir).   Le mandé un beso por el teléfono móvil.  Siento que va a llover, el cielo está plomizo y acongojado.
El doctor Bilbao es muy bueno - me  digo  nuevamente

Hoy le compré dos bonos de comida: tamales y ensalada de frutas. Ojalá le apetezca. La semana pasada rechazó la carne asada que le compré porque, según él,  hedía como sus víctimas. Desde mi puesto miro las garitas. Alcanzo a dimensionar su altura. En cada una observo a un guardián y su fusil apuntándonos siempre.  Adentro, en una celda semi oscura, estará Rodrigo. Cayó  hace siete meses… El mismo tiempo que llevo acompañándolo, sometiéndome a este oprobio.  Todos los miércoles  sin perder uno. Fue condenado a cuarenta años. Tan sólo cuarenta años.   Llamo al de las aromáticas y le pido una canela. Su olor me sube a la cabeza. –Esto me dará coraje y arrojo  –  me digo.

El pánico amanece con nosotras. Ya van a ser las siete y comienza la empujadera. Estoy en el puesto cuarenta y siete. Las veinte primeras se bravean el puesto y hacen respetar su turno. Ya también amenazo y hago respetar el mío.  Comenzamos a ingresar. Se inicia la requisa de rigor. Firme aquí. Coloque el índice derecho acá.  Desnúdese. Ponga el brazo para el  sello. Una carrera de sellos me deja el brazo izquierdo ennegrecido: un sapo,  una espada, una sandía se imprimen en mi  piel. Desnúdese. Agáchese. Déjeme ver con este espéculo. “virgencita…  dame paciencia”, me dije a mi misma.

La sirena de una radio patrulla notifica la llegada de un nuevo reo. La bulla doliente de la sirena estremece los vidrios de los ventanales. Pero no, me corrigió una visitante, según ella la policía llegó  a hacer un levantamiento de cadáver en la cantina donde se formó la riña  hace un rato. Después de pasar por tres requisas me debo someter a la mirada lasciva de los reclusos y sus piropos estropeados: … estas buena para chuparte…uy… quién pidió pollo…. 

El piso de concreto, está lleno de escupitajos y mugre. Una ráfaga de aire me acorrala, se enrarece y me enrarece, se pone cruel y nauseabundo. El abrir y cerrar de rejas me rechina en los oídos hasta el infinito. Varias cuerdas atraviesan las celdas. Casi del lado a lado las ropas de los reclusos atesoran vida con el viento que las hace libres un instante. Tengo suerte de haber entrado temprano. Las que compraron la entrada en esta semana fueron pocas.  Paso a un lado  de los talleres de ebanistería, metalmecánica  y por la panadería. Huele a pan, pero aquí no hay cielo. La placa de concreto está pintada de azul y hay estrellas de papel brillante.  Ese  olor a pan se confunde con la pestilencia de  los reclusos.

La celda donde está Rodrigo queda al fondo, aquí no hay día, está húmeda como siempre, una pequeña planta persiste en trepar el muro. Tiene una cama de concreto, un orinal  y las paredes están repletas de mujeres desnudas y en todas las poses. Su compañero de celda  es  un  escritor. Asesinó a unos indefensos mendigos. Eso fue noticia. Pero en este país  todo se olvida.
“Hacía limpieza social”, me dijo una vez Rodrigo, como tratando de comprenderla.

Ingreso sin anunciarme y allí estaba él con una falsa sonrisa  y el pantalón desabrochado. Verlo me deprime. El escritor  se escabulle entre las sombras del centro penitenciario.

– ¿Por qué te demoraste tanto?  ¿Ah, ya tú no quieres venir a verme  o qué? – me dice con voz vaga.

No le contesto nada. Mi silencio rubrica mis presagios.   Me siento en la cama. Le entrego los tamales, la ensalada de frutas, cigarrillos e implementos de aseo.  Él  corre las cortinas. Una brisa helada envuelve los rincones de la celda y  hasta mi propio cuerpo. Me desnuda. La lujuria se apodera de él.  Me embelesa en la penumbra. Me hace el amor de una forma desaforada. Sin preguntarme cómo me fue en el trayecto. Tampoco pregunta por mi madre. Creo que un guardia se acerca sigilosamente. Dicen que en el penitenciario que  graban  los gemidos de las visitas conyugales,  y lo venden a los fetichistas de  las clases pudientes.  Sus músculos de bestia se mueven rítmicamente. Yo muerdo mi desazón. Tengo tan sólo veintitrés años.  Huelo a él.  Rodrigo termina enseguida. Se repone a mi lado. Se relaja.

– ¡Quihubo, me averiguó la vaina esa, lo de la  señora! –  alcanza a decirme con una voz entrecortada. Luego prende un cigarrillo, llena de humo el resto de sombras que nos queda. Yo empiezo a toser pensando en el viaje.

Estos son los nombres y celulares –  le pasé un papelito. –Es viuda, vive con un hermano solterón. El hijo menor hace grado once en el colegio Colombo - Irlandés  y el mayor estudia para ser abogado. También están allí  las placas de los carros. La dirección y los teléfonos de los amigos y familiares más cercanos. A la señora se le puede pedir  setecientos de los grandes.

 Me miró con unos ojos desconsolados. Tenía dos días sin dormir. Su rostro estaba demacrado. Según él, pertenecemos a una banda de sicarios y extorsionistas. Yo le sigo  la corriente para que no  entre en  cólera, pero le echo la culpa  al supervisor por lo que estamos pasando.  Siempre irritado contra mi pobre Rodrigo. Siempre buscándole caídas. Siempre amenazándolo con lo del trabajo.

Lo miró nuevamente parece un niño colosal, se veía desamparado. Sus ojos se extienden sin límites. Entre silencio un grillo afina su canto desde alguna guarida.
– No vayas a abandonar el tratamiento psiquiátrico para la depresión – sentencié.
– ¡Bien, bien!  Esta es  la mujer que me gusta a mí. Otro polvito, y desde ya me pongo a llamar a esa gente.
Maquinando compruebo, por enésima vez, que sólo soy un objeto más de él. Quedé aturdida. Por mi pensamiento desfilan las semanas que he gastado haciendo cola en la embajada de España hasta obtener mi visa. Desde está celda evoco al  doctor Bilbao siempre tan cariñoso, no me ha hecho el amor…y es que a los sesenta años con qué ganas. De seguro nos casaremos por la Iglesia  Católica en Madrid, según sus aseveraciones.  
Rodrigo cumplió treinta y cinco años de edad,  era un excelente trabajador en la fábrica de chocolate. La presión laborar  del supervisor lo llevó a cometer esa locura.  Eso fue noticia.  La masacre de Barlovento. Creo que todos lo han olvidado. Yo un poco, ya  no recuerdo muy bien  porque se ensañó contra toda  la directiva. Si sólo era uno al que debía cobrársela.

Me levanto, le arreglo la cama. El timbre anuncia el final de la visita. Me queda mirando con unos ojos de huérfano. La el escritor  regresa a su aposento, no logro  ver su rostro. Durante todos  estos meses ha sido hostil  y antipático.  “Ese debe ser su carácter”, reflexioné.

–Te espero el Miércoles –  Me dice con una voz como de  hijo.
–Sí,  te traeré chocolates,  sábanas y fundas nuevas.
Salgo con un dolor en el pecho. Sé que no puede detenerme. Parece que hoy va a llover, un sereno inerme sale a mi encuentro.
No quiero  mirar hacia atrás. No puedo. Aunque  me pesa en la espalda los ojos de Rodrigo, pienso,  mientras  mi  rostro va adquiriendo  un brillo peculiar: “Madrid  me espera”.


La lúdica un espacio para compartir



AÚN HABRÁ LIBERTAD…

Aún habrá libertad

Para percibir ese olor
del fruto maduro  evocando los pájaros del azar
siendo yo el trino y tú la sombra de lo último

Aún habrá libertad
Para suprimir sin más la mudez de  sus consonantes
y dejar desnuda  su soberanía como un desierto

Yo casi encuentro esa palabra fortuita…
dejada por la poesía  en los parques
tan cerca  y tan lejos  de fábricas o almacenes
Aún habrá libertad
Sí  se reconstruye la epopeya de la existencia…
a veces como  el perverso  vivir de este domingo inútil
sigo creyendo que aún habrá libertad

Cuando sólo la vida misma  no puede

brindarnos –al menos–  ciertas garantías.

jueves, 29 de agosto de 2013

TALLER DEL AHORRO


Los  estudiantes de grado 6° participaron del programa de educación económica y financiera del Banco de la República. Luego realizaron actividades de lectura y lúdica. Adelante con la formación integral de nuestros niños, niñas y  jóvenes de la Institución  Educativa Centro de Integración Popular. Riohacha- La Guajira

ARIANNA Y EL FUEGO ( Cuento)


El objeto precioso que acababa  de hallar   era extraño.  Una valija bien conservada contenía un libro antiguo. Estaba encuadernado en piel de carnero. Sin duda era un patrimonio personal.  Examiné algunas páginas al azar que me asombraban crecientemente, las letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados  me sorprendieron. En el lomo estaba inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”.  Ahora me sorprende más haberlo encontrado, ahora que al viajar, descubro la eterna llama de mi ciudad y me parece estársela mostrando a alguien que soy yo mismo:
Desde el avión observarás a  Arianna. La ciudad estará incrustada en el Caribe y abarrotada de cocoteros. Prestarás atención a la romería de calles que van a dar al litoral.  Luego desviarás los sentidos hacia aquel fuego azul, a la izquierda. Yo  aún no logro olvidar esa llama inextinguible. Estoy convencido, sin embargo, de que nunca se apagará. Pero casi atino a  pensar que allí eché para siempre mi propio destino.
Ahora que soy  asistente bibliotecario comprendo más que nunca  lo que he vivido.  Cuando niño, después de la muerte de mamá, fuimos a dar al orfelinato de las hermanas franciscanas. Allí me educaron. Mis hermanos fueron adoptados por extranjeros. Las  Franciscanas  me consiguieron este trabajo en la biblioteca pública; así es como  recuerdo este misterioso libro de cuentos que me arroja a mi remota infancia.

Desde niño sé qué es el filo del  hambre. Vivíamos en una invasión aledaña al aeropuerto. Recuerdo las jornadas, agachados, buscando material reciclable. Todos los días, cubierto de polvo y mugre, entre  latas, comida en descomposición y gallinazos. Buscaba aluminio o cobre: metales bien pagados. Recogía cartón. Separaba plástico y vidrio y empaques útiles todavía. No sé por qué los compañeros del basurero me tildaban de loco. Yo   inventaba ficciones para atenuar  nuestra pobreza; quizás sería por eso.   Pero sólo yo sé la tribulación y la amargura  que vivíamos entonces.  Los días eran  iguales. Después de ayudar a mamá, volvía a casa, con hambre de perro, comíamos  y nos  metíamos  en la cama.  Al  quinto de primaria pude llegar a pesar de todo.
La hoguera del basurero siempre había sido el lugar privilegiado para nuestros anhelos y ansias de salir de la indigencia. Allí solíamos  pasar ratos lanzándole toda suerte de objetos con la sola intención de avivar la llama que, por suerte, no nos tocaba encender a nosotros, ni supimos nunca quién lo hacía. El humo era bueno, espantaba las moscas y de paso turbaba a los gallinazos.  

Hombres, mujeres y niños nos  precipitábamos en busca de los mejores desperdicios cuando llegaba  el camión del aseo municipal. Ese era nuestro sustento. Tratábamos de treparnos a los camiones. Alguno que otro caía o era atropellado por la multitud. Pero a pesar de los peligros,  apenas sí se conseguía para la supervivencia diaria. El vidrio, el cartón o el plástico,  juntados durante el día, se vendían casi al entrar la noche.  Me sentía orgulloso de ayudar a mamá, pero me  moría de ganas de tener en mis manos un cuaderno y un lápiz: ir a la secundaria era un anhelo sembrado por la envidia que me provocaban los niños acomodados, que por entonces asistían al Colegio Nicolás de Federmann  de la nostálgica  ciudad de Arianna.
Mamá  había trabajado siempre en el basurero.  Allí conoció a mi padre,  un comprador casual de materiales reciclables. Al darse cuenta del embarazo de mamá, nunca más volvió. Eso me contó ella.  No lo conozco.  Tampoco conozco los padres de mis hermanos. Los rostros y el color de piel de cada uno de nosotros son diferentes.  Nunca le   pregunté. Trato de no recordarlo.

Afirmar que es cierto  todo lo que me pasó, es aseverar que es creíble, sin embargo, la veracidad de esto no la  pondré a consideración de nadie. Hace unos años, cayendo la tarde, descubrí algo sorprendente. El objeto precioso que descubrí entonces, repito, no  era un juguete.  No era un metal mi hallazgo.  Una valija bien conservada contenía el libro de mi deslumbramiento. No imaginaba quién pudiera ser el dueño. Estaba encuadernado en piel de carnero. Sin duda era un patrimonio personal.  Examiné algunas páginas al azar.  

Las letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados  me sorprendieron. En el lomo estaba inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”.  Lo abrí lentamente  y una especie de sistema de garabatos y cifras insondables circulaba, una especie de espíritus habiendo sus fauces veía entre las páginas enmohecidas.  Cerré la obra, saturado de un pánico fanático. Cada línea  me parecía repleta de tangibles misterios. Tenía pequeñas ilustraciones que hablaban una lengua  extraviada y más aún su escritura exacerbaba  mis miedos.
Devolví el tratado a  la valija y me predispuse  a seguir recolectando trozos de cartón, pedazos de hierro y caucho; no podía distraerme.  Además, en el basurero  no había tiempo para los libros.

Presumo que nadie me  juzgará como una persona desequilibrada, pero si alguien hubiera estado conmigo, yo  no le parecería un insensato. Mucho menos lo que voy a aseverar.  Un hombre agudo (y ahora estoy convencido de sus rasgos de europeo), a pocos  días llegó al basurero... Acaso mi emoción lo hacía ver más colosal de lo que era en verdad. Todo su aspecto era de un ser consagrado. 
Tenía manos como  de bibliotecario. Un vestido de paño inglés lo obligaba a detestar el calor de Arianna. Ahora presumo que era argentino, a juzgar por el acento y la  manera de hacerse sentir como centro del universo.  Llevaba un lacayo acompañándolo.  Al principio creí que  era un señor adinerado, luego advertí que era un burócrata, más bien   funcionario público.
A lo mejor me había engañado a mí mismo. Se me acercó. Le ofrecí los restos de una silla de madera, como buen anfitrión. A pesar de todo se sentó como en un trono pontifical. Duró un rato interminable hurgando con los sentidos. Tardó bastante en hablar, cuando lo hizo, recuerdo muy bien  que emanaba sabiduría en cada palabra expresada.

La buena suerte te  sonríe, Gregorio me dije a mí mismo. Pero no… El visitante pidió que  me le acercara. Así lo hice.

Pibe,  ando buscando  una valija que contiene un libro me dijo con voz de ángel caído casi dentro del oído.

Quedé en  silencio. Tan sólo observaba sus ojos blanqueados  perdidos en aquel muladar. Descubrí que era ciego y me entristeció súbitamente. Casi a la altura de sus cejas tenía unas ojeras insondables como las de un oso  de circo.
Es algo muy personal  me increpó nuevamente.  Al cabo de un instante le mostré hacia la  hoguera.

Allá lo lancé, le dije con mi voz de adolescente.

El criado le insinuó algo al oído. Él murmuró otro tanto ininteligible. Abandonó la vieja silla  y al instante comenzó a gritar en idiomas desconocidos para mí.  Ante mi presencia daba alaridos, se deshacía en maldiciones y trataba de alejarse a toda prisa, dando pasos torpes y tropezando con todo.
Ignorante, ignorante  –Fue lo último que le oí decir  en un castellano admirable, mientras la tarde lo llevaba por trochas infinitas. Esto aconteció hace tantos años y aún no se disipan los pasos en mi memoria. Les aseguro  que no sé  qué contenía  aquel sagrado libro,  sólo sé que era tan importante para la vida de ese anciano invidente  y delicado. Ahora estoy   convencido  que  en el basurero de mi ciudad Arianna, desde que arrojé aquel libro, la hoguera en la que, indistintamente, lanzábamos cosas, adquirió  una llama fantástica, azul,  inextinguible que tarde o temprano sofocará el mundo.