viernes, 30 de agosto de 2013
MADRID ME ESPERA
Es un miércoles plomizo. La madrugada está desconsolada, llena de
un aire flemático. El portón de la
cárcel de Dunaria está atestado de mujeres. Las primeras indudablemente son las amantes de los mafiosos o de los delincuentes de cuello blanco que se encuentran
en el pabellón de alta seguridad. Señoras perfumadas, bien vestidas,
maquilladas, de seguro, todas han comprado esos cupos. La guardia como nunca está furiosa. Gritan
obscenidades por todos lados.
El penal se agranda en cada paso
que doy en la fila. “Aquí entra el
hombre y no el delito”, leo las letras
torpes en un mural atestado de otras máximas.
Han pasado dos horas. Ya son las cinco de la mañana. El frío metálico es
penetrante, cala en los huesos como un
puñal de exterminio. En una cantina aledaña se escuchan gritos. Tal vez
es una refriega de borrachos. Todas temblamos como una masa de gelatina enorme. Todavía faltan dos
horas para la entrada a las visitas conyugales.
Los reos no me dan miedo – me digo una y otra vez como exorcizando mi
consternación. "No debió matarlos a todos – me dije a mi misma – Bueno, salvo al que se la
debía".
De la cantina salen dos borrachos refunfuñando. Uno de ellos viene con
la cabeza rota, la camisa ensangrentada. Lleva un pico de botella en la
mano. “Le dimos duro”, afirmó el
otro y se escabulleron al doblar la acera. El doctor Bilbao es muy bueno. Logré
llamarlo, le dije que los tiquetes había
que irlos a buscar a la agencia de viajes. Le aviso que estoy bien.
Que mi tía se está reponiendo. (Muchas
veces hay que mentir). Le mandé un beso
por el teléfono móvil. Siento que va a
llover, el cielo está plomizo y acongojado.
El doctor Bilbao es muy bueno - me
digo nuevamente
Hoy le compré dos bonos de comida: tamales y ensalada de frutas. Ojalá
le apetezca. La semana pasada rechazó la carne asada que le compré porque,
según él, hedía como sus víctimas. Desde
mi puesto miro las garitas. Alcanzo a dimensionar su altura. En cada una
observo a un guardián y su fusil apuntándonos siempre. Adentro, en una celda semi oscura, estará
Rodrigo. Cayó hace siete meses… El mismo
tiempo que llevo acompañándolo, sometiéndome a este oprobio. Todos los miércoles sin perder uno. Fue condenado a cuarenta
años. Tan sólo cuarenta años. Llamo al
de las aromáticas y le pido una canela. Su olor me sube a la cabeza. –Esto me
dará coraje y arrojo – me digo.
El pánico amanece con nosotras. Ya van a ser las siete y comienza la
empujadera. Estoy en el puesto cuarenta y siete. Las veinte primeras se bravean
el puesto y hacen respetar su turno. Ya también amenazo y hago respetar el
mío. Comenzamos a ingresar. Se inicia la
requisa de rigor. Firme aquí. Coloque el índice derecho acá. Desnúdese. Ponga el brazo para el sello. Una carrera de sellos me deja el brazo
izquierdo ennegrecido: un sapo, una
espada, una sandía se imprimen en mi
piel. Desnúdese. Agáchese. Déjeme ver con este espéculo.
“virgencita… dame paciencia”, me dije a
mi misma.
La sirena de una radio patrulla notifica la llegada de un nuevo reo. La
bulla doliente de la sirena estremece los vidrios de los ventanales. Pero no,
me corrigió una visitante, según ella la policía llegó a hacer un levantamiento de cadáver en la
cantina donde se formó la riña hace un
rato. Después de pasar por tres requisas me debo someter a la mirada lasciva de
los reclusos y sus piropos estropeados: … estas buena para chuparte…uy… quién
pidió pollo….
El piso de concreto, está lleno de escupitajos y mugre. Una ráfaga de
aire me acorrala, se enrarece y me enrarece, se pone cruel y nauseabundo. El
abrir y cerrar de rejas me rechina en los oídos hasta el infinito. Varias
cuerdas atraviesan las celdas. Casi del lado a lado las ropas de los reclusos
atesoran vida con el viento que las hace libres un instante. Tengo suerte de
haber entrado temprano. Las que compraron la entrada en esta semana fueron
pocas. Paso a un lado de los talleres de ebanistería,
metalmecánica y por la panadería. Huele
a pan, pero aquí no hay cielo. La placa de concreto está pintada de azul y hay
estrellas de papel brillante. Ese olor a pan se confunde con la pestilencia
de los reclusos.
La celda donde está Rodrigo queda al fondo, aquí no hay día, está
húmeda como siempre, una pequeña planta persiste en trepar el muro. Tiene una
cama de concreto, un orinal y las
paredes están repletas de mujeres desnudas y en todas las poses. Su compañero
de celda es un
escritor. Asesinó a unos indefensos mendigos. Eso fue noticia. Pero en
este país todo se olvida.
“Hacía limpieza social”, me dijo una vez Rodrigo, como tratando de
comprenderla.
Ingreso sin anunciarme y allí estaba él con una falsa sonrisa y el pantalón desabrochado. Verlo me deprime.
El escritor se escabulle entre las
sombras del centro penitenciario.
– ¿Por qué te demoraste tanto?
¿Ah, ya tú no quieres venir a verme
o qué? – me dice con voz vaga.
No le contesto nada. Mi silencio rubrica mis presagios. Me siento en la cama. Le entrego los
tamales, la ensalada de frutas, cigarrillos e implementos de aseo. Él
corre las cortinas. Una brisa helada envuelve los rincones de la celda
y hasta mi propio cuerpo. Me desnuda. La
lujuria se apodera de él. Me embelesa en
la penumbra. Me hace el amor de una forma desaforada. Sin preguntarme cómo me
fue en el trayecto. Tampoco pregunta por mi madre. Creo que un guardia se
acerca sigilosamente. Dicen que en el penitenciario que graban
los gemidos de las visitas conyugales,
y lo venden a los fetichistas de
las clases pudientes. Sus
músculos de bestia se mueven rítmicamente. Yo muerdo mi desazón. Tengo tan sólo
veintitrés años. Huelo a él. Rodrigo termina enseguida. Se repone a mi
lado. Se relaja.
– ¡Quihubo, me averiguó la vaina esa, lo de la señora! –
alcanza a decirme con una voz entrecortada. Luego prende un cigarrillo,
llena de humo el resto de sombras que nos queda. Yo empiezo a toser pensando en
el viaje.
Estos son los nombres y celulares –
le pasé un papelito. –Es viuda, vive con un hermano solterón. El hijo
menor hace grado once en el colegio Colombo - Irlandés y el mayor estudia para ser abogado. También
están allí las placas de los carros. La
dirección y los teléfonos de los amigos y familiares más cercanos. A la señora
se le puede pedir setecientos de los grandes.
Me miró con unos ojos
desconsolados. Tenía dos días sin dormir. Su rostro estaba demacrado. Según él,
pertenecemos a una banda de sicarios y extorsionistas. Yo le sigo la corriente para que no entre en
cólera, pero le echo la culpa al
supervisor por lo que estamos pasando.
Siempre irritado contra mi pobre Rodrigo. Siempre buscándole caídas.
Siempre amenazándolo con lo del trabajo.
Lo miró nuevamente parece un niño colosal, se veía desamparado. Sus
ojos se extienden sin límites. Entre silencio un grillo afina su canto desde
alguna guarida.
– No vayas a abandonar el tratamiento psiquiátrico para la depresión –
sentencié.
– ¡Bien, bien! Esta es la mujer que me gusta a mí. Otro polvito, y
desde ya me pongo a llamar a esa gente.
Maquinando compruebo, por enésima vez, que sólo soy un objeto más de
él. Quedé aturdida. Por mi pensamiento desfilan las semanas que he gastado
haciendo cola en la embajada de España hasta obtener mi visa. Desde está celda
evoco al doctor Bilbao siempre tan
cariñoso, no me ha hecho el amor…y es que a los sesenta años con qué ganas. De
seguro nos casaremos por la Iglesia
Católica en Madrid, según sus aseveraciones.
Rodrigo cumplió treinta y cinco años de edad, era un excelente trabajador en la fábrica de
chocolate. La presión laborar del
supervisor lo llevó a cometer esa locura.
Eso fue noticia. La masacre de
Barlovento. Creo que todos lo han olvidado. Yo un poco, ya no recuerdo muy bien porque se ensañó contra toda la directiva. Si sólo era uno al que debía
cobrársela.
Me levanto, le arreglo la cama. El timbre anuncia el final de la visita.
Me queda mirando con unos ojos de huérfano. La el escritor regresa a su aposento, no logro ver su rostro. Durante todos estos meses ha sido hostil y antipático.
“Ese debe ser su carácter”, reflexioné.
–Te espero el Miércoles – Me
dice con una voz como de hijo.
–Sí, te traeré chocolates, sábanas y fundas nuevas.
Salgo con un dolor en el pecho. Sé que no puede detenerme. Parece que
hoy va a llover, un sereno inerme sale a mi encuentro.
No quiero mirar hacia atrás. No
puedo. Aunque me pesa en la espalda los
ojos de Rodrigo, pienso, mientras mi
rostro va adquiriendo un brillo
peculiar: “Madrid me espera”.
AÚN HABRÁ LIBERTAD…
Aún habrá libertad
Para percibir ese olor
del fruto maduro
evocando los pájaros del azar
siendo yo el trino y tú la sombra de lo último
Aún habrá libertad
Para suprimir sin más la mudez de sus consonantes
y dejar desnuda su
soberanía como un desierto
Yo casi encuentro esa palabra fortuita…
dejada por la poesía
en los parques
tan cerca y tan
lejos de fábricas o almacenes
Aún habrá libertad
Sí se reconstruye la
epopeya de la existencia…
a veces como el
perverso vivir de este domingo inútil
sigo creyendo que aún habrá libertad
Cuando sólo la vida misma
no puede
brindarnos –al menos–
ciertas garantías.
jueves, 29 de agosto de 2013
TALLER DEL AHORRO
Los estudiantes de grado 6° participaron del programa de educación económica y financiera del Banco de la República. Luego realizaron actividades de lectura y lúdica. Adelante con la formación integral de nuestros niños, niñas y jóvenes de la Institución Educativa Centro de Integración Popular. Riohacha- La Guajira
ARIANNA Y EL FUEGO ( Cuento)
El objeto precioso que acababa de hallar
era extraño. Una valija bien
conservada contenía un libro antiguo. Estaba encuadernado en piel de carnero.
Sin duda era un patrimonio personal.
Examiné algunas páginas al azar que me asombraban crecientemente, las
letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados me sorprendieron. En el lomo estaba
inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”. Ahora me sorprende más haberlo encontrado,
ahora que al viajar, descubro la eterna llama de mi ciudad y me parece
estársela mostrando a alguien que soy yo mismo:
Desde el avión observarás a Arianna. La ciudad estará incrustada en el
Caribe y abarrotada de cocoteros. Prestarás atención a la romería de calles que
van a dar al litoral. Luego desviarás
los sentidos hacia aquel fuego azul, a la izquierda. Yo aún no logro olvidar esa llama inextinguible.
Estoy convencido, sin embargo, de que nunca se apagará. Pero casi atino a pensar que allí eché para siempre mi propio
destino.
Ahora que soy
asistente bibliotecario comprendo más que nunca lo que he vivido. Cuando niño, después de la muerte de mamá,
fuimos a dar al orfelinato de las hermanas franciscanas. Allí me educaron. Mis
hermanos fueron adoptados por extranjeros. Las
Franciscanas me consiguieron este
trabajo en la biblioteca pública; así es como
recuerdo este misterioso libro de cuentos que me arroja a mi remota
infancia.
Desde niño sé qué es el filo del hambre. Vivíamos en una invasión aledaña al
aeropuerto. Recuerdo las jornadas, agachados, buscando material reciclable.
Todos los días, cubierto de polvo y mugre, entre latas, comida en descomposición y gallinazos.
Buscaba aluminio o cobre: metales bien pagados. Recogía cartón. Separaba
plástico y vidrio y empaques útiles todavía. No sé por qué los compañeros del
basurero me tildaban de loco. Yo
inventaba ficciones para atenuar
nuestra pobreza; quizás sería por eso.
Pero sólo yo sé la tribulación y la amargura que vivíamos entonces. Los días eran
iguales. Después de ayudar a mamá, volvía a casa, con hambre de perro,
comíamos y nos metíamos
en la cama. Al quinto de primaria pude llegar a pesar de
todo.
La hoguera del basurero siempre había sido el lugar
privilegiado para nuestros anhelos y ansias de salir de la indigencia. Allí
solíamos pasar ratos lanzándole toda
suerte de objetos con la sola intención de avivar la llama que, por suerte, no
nos tocaba encender a nosotros, ni supimos nunca quién lo hacía. El humo era bueno,
espantaba las moscas y de paso turbaba a los gallinazos.
Hombres, mujeres y niños nos precipitábamos en busca de los mejores
desperdicios cuando llegaba el camión
del aseo municipal. Ese era nuestro sustento. Tratábamos de treparnos a los
camiones. Alguno que otro caía o era atropellado por la multitud. Pero a pesar
de los peligros, apenas sí se conseguía
para la supervivencia diaria. El vidrio, el cartón o el plástico, juntados durante el día, se vendían casi al
entrar la noche. Me sentía orgulloso de
ayudar a mamá, pero me moría de ganas de
tener en mis manos un cuaderno y un lápiz: ir a la secundaria era un anhelo
sembrado por la envidia que me provocaban los niños acomodados, que por
entonces asistían al Colegio Nicolás de Federmann de la nostálgica ciudad de Arianna.
Mamá había trabajado siempre en
el basurero. Allí conoció a mi
padre, un comprador casual de materiales
reciclables. Al darse cuenta del embarazo de mamá, nunca más volvió. Eso me contó
ella. No lo conozco. Tampoco conozco los padres de mis hermanos.
Los rostros y el color de piel de cada uno de nosotros son diferentes. Nunca le
pregunté. Trato de no recordarlo.
Afirmar que es cierto todo lo
que me pasó, es aseverar que es creíble, sin embargo, la veracidad de esto no
la pondré a consideración de nadie. Hace
unos años, cayendo la tarde, descubrí algo sorprendente. El objeto precioso que
descubrí entonces, repito, no era un
juguete. No era un metal mi
hallazgo. Una valija bien conservada
contenía el libro de mi deslumbramiento. No imaginaba quién pudiera ser el
dueño. Estaba encuadernado en piel de carnero. Sin duda era un patrimonio
personal. Examiné algunas páginas al
azar.
Las letras me eran raras. Sus increíbles signos enredados me sorprendieron. En el lomo estaba
inscripto, en un castellano casi pulcro, “el libro de arena”. Lo abrí lentamente y una especie de sistema de garabatos y
cifras insondables circulaba, una especie de espíritus habiendo sus fauces veía
entre las páginas enmohecidas. Cerré la
obra, saturado de un pánico fanático. Cada línea me parecía repleta de tangibles misterios.
Tenía pequeñas ilustraciones que hablaban una lengua extraviada y más aún su escritura
exacerbaba mis miedos.
Devolví el tratado a
la valija y me predispuse a
seguir recolectando trozos de cartón, pedazos de hierro y caucho; no podía
distraerme. Además, en el basurero no había tiempo para los libros.
Presumo que nadie me
juzgará como una persona desequilibrada, pero si alguien hubiera estado
conmigo, yo no le parecería un
insensato. Mucho menos lo que voy a aseverar.
Un hombre agudo (y ahora estoy convencido de sus rasgos de europeo), a
pocos días llegó al basurero... Acaso mi
emoción lo hacía ver más colosal de lo que era en verdad. Todo su aspecto era
de un ser consagrado.
Tenía manos como
de bibliotecario. Un vestido de paño inglés lo obligaba a detestar el
calor de Arianna. Ahora presumo que era argentino, a juzgar por el acento y
la manera de hacerse sentir como centro
del universo. Llevaba un lacayo
acompañándolo. Al principio creí
que era un señor adinerado, luego
advertí que era un burócrata, más bien
funcionario público.
A lo mejor me había
engañado a mí mismo. Se me acercó. Le ofrecí los restos de una silla de madera,
como buen anfitrión. A pesar de todo se sentó como en un trono pontifical. Duró
un rato interminable hurgando con los sentidos. Tardó bastante en hablar,
cuando lo hizo, recuerdo muy bien que
emanaba sabiduría en cada palabra expresada.
La buena suerte
te sonríe, Gregorio –me dije a mí mismo. Pero no… El
visitante pidió que me le acercara. Así
lo hice.
Pibe, ando buscando
una valija que contiene un libro –me
dijo con voz de ángel caído casi dentro del oído.
Quedé en
silencio. Tan sólo observaba sus ojos blanqueados perdidos en aquel muladar. Descubrí que era
ciego y me entristeció súbitamente. Casi a la altura de sus cejas tenía unas
ojeras insondables como las de un oso de
circo.
Es algo muy
personal –me increpó nuevamente.
Al cabo de un instante le mostré hacia la hoguera.
Allá lo lancé, –le dije con mi voz de adolescente.
El criado le insinuó algo al oído. Él murmuró otro
tanto ininteligible. Abandonó la vieja silla
y al instante comenzó a gritar en idiomas desconocidos para mí. Ante mi presencia daba alaridos, se deshacía
en maldiciones y trataba de alejarse a toda prisa, dando pasos torpes y
tropezando con todo.
–Ignorante,
ignorante –Fue lo último que le oí decir en un castellano admirable, mientras la tarde
lo llevaba por trochas infinitas. Esto aconteció hace tantos años y aún no se
disipan los pasos en mi memoria. Les aseguro
que no sé qué contenía aquel sagrado libro, sólo sé que era tan importante para la vida
de ese anciano invidente y delicado.
Ahora estoy convencido que en
el basurero de mi ciudad Arianna, desde que arrojé aquel libro, la hoguera en
la que, indistintamente, lanzábamos cosas, adquirió una llama fantástica, azul, inextinguible que tarde o temprano sofocará
el mundo.
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